Al reflexionar sobre nuestras vidas, muchos de nosotros podemos ver un momento específico o un evento que podría describirse como decisivo y transformador. Hablando por mí mismo, y estoy seguro de que para todos mis hermanos sacerdotes y diáconos, ese momento es el día de nuestra ordenación cuando, a través del sacramento de las órdenes santas, nos convertimos en sacerdotes de Jesucristo o diáconos de la Iglesia. Para aquellos de ustedes que son padres, ese momento podría ser el nacimiento de su primer hijo. Otros pueden verlo al comienzo de una nueva profesión o carrera. Esos momentos son los que siempre cambian la vida.
El momento decisivo para los apóstoles tuvo lugar en la fiesta de Pentecostés. Como se registra en los Hechos de los Apóstoles: Los apóstoles vieron a Jesús resucitado y lo acompañaron durante 40 días después de la Pascua, pero luego los dejó, ascendiendo al cielo, dejándolos con una misión. Entonces, decidieron regresar a ese mismo Aposento Alto donde se habían amontonado con miedo desde el Viernes Santo hasta el Domingo de Pascua, tratando de averiguar cómo podrían cumplir la misión que Jesús les dio. La “respuesta” vino en un “viento impetuoso que llenó toda la casa donde estaban sentados” y “se les aparecieron lenguas como de
fuego que, repartiéndose, se posaron sobre cada uno de ellos” cuando experimentaron el descenso del Espíritu Santo sobre ellos.
Esto fue Pentecostés, el “momento” transformador que también se puede ver como el “cumpleaños de la Iglesia”. Después de ese momento definitorio, fueron impulsados por el Espíritu Santo a abandonar esa Aposento Alto y salir para convertirse en testigos alegres de Jesús Resucitado.
Al igual que los mismos apóstoles, estamos llamados a ser discípulos, testigos alegres de Jesús. Estamos llamados a abrazar los dones del Espíritu Santo y permitir que nuestros corazones se llenen de gozo y esperanza, y de que sean encendidos con amor por Jesús.
Lamentablemente, hay muchas personas en el mundo de hoy que están buscando ese “algo” que falta en sus vidas. Puede que no se den cuenta, pero lo que buscan es Dios. Dios es lo que necesitamos, y nunca estaremos verdaderamente satisfechos hasta que encontremos a Dios, o hasta que permitamos que Dios nos encuentre. San Agustín, nuestro patrón diocesano, lo expresó muy claramente: “Nuestros corazones están inquietos, querido Dios, y solo encontrarán descanso cuando descansen en ti”.
Cuando miramos a nuestro alrededor, vemos mucha tristeza, causada por muchos factores diferentes. Pero qué diferencia podríamos hacer si todos nosotros no solo abrazáramos el gozo del Evangelio que sentimos en nuestros corazones, sino que también compartiéramos ese gozo, la Buena Nueva de Jesús Resucitado, con aquellos en nuestras vidas que están en necesidad de lo que les falta: el Espíritu Santo.
Al reflexionar sobre su propia vida, hágase estas preguntas: “¿Qué tan entusiasta soy con respecto a mi fe?”; “¿Qué tan feliz estoy por el hecho de que Jesucristo está vivo?”; “¿Cuán lleno de asombro estoy de saber que soy un templo, morada del Espíritu Santo de Dios?”
A lo largo del tiempo, es posible que perdamos algo del fervor de nuestra fe; tal vez nos metemos en la rutina y sentimos que nuestros esfuerzos semanales de venir a la Iglesia son una pérdida de tiempo o que nuestro tiempo en la misa es aburrido. Podríamos estar sufriendo por lo que el Papa Francisco llama “una anemia espiritual”. Nuestro Santo Padre nos dice que el anhelo de Dios es una parte esencial de lo que somos.
“Hemos sido hechos para ser hijos de Dios”, dijo el Papa
Francisco, “es nuestra vocación originaria, aquello para
lo que estamos hechos, nuestro «ADN» más profundo que,
sin embargo, fue destruido y se necesitó el sacrificio del
Hijo Unigénito para que fuese restablecido. Del inmenso
don de amor, como la muerte de Jesús en la cruz, ha
brotado para toda la humanidad la efusión del Espíritu
Santo, como una inmensa cascada de gracia. Quien se
sumerge con fe en este misterio de regeneración renace a
la plenitud de la vida filial”.
Antes de poder llegar a otros, y antes de que podamos ser testigos efectivos de Jesús Resucitado a otros, primero debemos tener una relación fuerte y vibrante con Jesús. Debemos estar convencidos de que Jesús nos ama, y a cada persona en el mundo. Debemos estar dispuestos a seguir creciendo en nuestra fe. Podemos lograr esas características espirituales continuando las prácticas espirituales en las que nos enfocamos durante la Cuaresma: la oración, el ayuno, las obras de misericordia, sumergiéndonos en la palabra de Dios y permaneciendo en unión sacramental con Jesús a través de la recepción regular de la Sagrada Eucaristía.
Que la alegría de este tiempo de Pascua, combinada con los dones del Espíritu Santo, les llene de esperanza, les inspire a unirse a la misión de difundir la Buena Nueva de Jesús Resucitado y les llene de fuego, impulsados por el Espíritu Santo. Para ser testigos alegres de la Luz de Cristo a todo el mundo.